viernes, septiembre 01, 2006

La mímica como solicitud de ingreso al Primer Mundo (Primero de varios)



Son éstos tiempos de cambios sociales profundos. La internacionalización de la cultura, impulsada por el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, contribuye de manera acelerada a nuevas formas de interpretar y de actuar la vida.

En este intercambio, empero, el Primer Mundo sigue dominando. El peso de su influencia se comprueba en la aceptación casi universal de las presumidas y modélicas bondades de sus estilos de vida y productos culturales. Hecho no fortuito por una razón tan simple como su enunciación: el conocimiento es poder. Y el Primer Mundo concentra el conocimiento y la técnica.

Pese a ello, y durante las últimas dos décadas, las oleadas migratorias del Sur empobrecido hacia los países económicamente desarrollados han comenzado a corroer los cimientos de una supremacía que hasta muy recientemente parecía inconmovible. Citemos un primer efecto no desdeñable: la multiracialidad de las grandes ciudades del mundo que obliga, cuando menos, al reconocimiento de la existencia material del otro, del desemejante. Reconocimiento recíproco porque también el “extranjero” mira al que lo mira, y algo cambia en ambos durante este cruce de miradas.

De esta internacionalización de la cultura, todavía de flujos dispares, han surgido movimientos que, en un lado y otro, comparten objetivos. El movimiento que propugna una globalización económica justa es producto de este encuentro que la información y la comunicación hacen posible. Los intercambios intercontinentales entre organizaciones que representan intereses de nuevos sujetos sociales (las mujeres, los homosexuales, los ecologistas, etc.) son trazos fuertes en el fresco cultural, político y ético del siglo XXI.

Mas no es este el único –y todavía tampoco el más relevante—resultado de la internacionalización cultural. En las sociedades tercermundistas, y específicamente en las occidentales, se desarrolla la imitación patética de lo más kitsch de lo recibido. Cada clase social, a su medida y manera, asume como credo el subproducto de su apetencia. La idea del éxito como meta, la febricitante pasión por las marcas, el uso del tiempo libre como tiempo de consumo, por ejemplo, resumen la apropiación poco feliz de lo más publicitado del modelo cultural primermundista.

En la República Dominicana, este comportamiento enajenado tiene como más notorio reproductor y difusor al propio gobierno y su Presidente. Deslumbrados por el oropel de los centros mundiales hegemónicos, asumen el espectáculo como principio y proyecto. Nada más demostrativo –e insoportablemente cursi—que la pretensión de convertir el Palacio Nacional en la Casa Blanca, con sus árboles navideños monumentales, la foto primorosa de familia, los conciertos de cámara y la debilidad por los fuegos de artificio. Y este es solo un ejemplo entre muchos.

Pero donde mejor se expresa la alienación cultural de nuestros gobernantes es, precisamente, en la idea de modernidad (¿o modernismo?) que han entronizado como ideología de la gestión de Leonel Fernández. Atragantados ellos, se esfuerzan en atragantar al resto de los dominicanos y dominicanas con sus deslumbramientos acríticos del progreso en los países ricos. Por eso a diario salen a escena los mimos, deseosos de que su espectacularidad gestual les abra las puertas al Primer Mundo.


(El título del artículo es la frase final de un párrafo en el libro Aires de familia, de Carlos Monsiváis)

martes, agosto 22, 2006

La política no es matemática


Muy pocas personas, no importa a cuál partido pertenezcan, serían capaces de negar que Milagros Ortiz Bosch es, por amplio margen, la figura perredeísta más respetada por la ciudadanía. Se lo ha ganado a pulso en una sociedad de machos irredimibles, pero también con su inteligencia y una sensibilidad inusual y diferenciadora en un país de políticos pedestres y simuladores.

Como ningún otro u otra oficiante de la política, Milagros Ortiz Bosch ha sabido construir un discurso democrático. No palabrería hueca, no actividad de mercadeo, sino pensamiento político que cree en la horizontalidad del poder, aunque no desdiga del papel de la jerarquía. Por el terreno abrasivo de la honestidad, ella pasa indemne. No tiene cola que le pisen. ¿Qué ha cometido errores? Si, los ha cometido. Pero casi siempre han estado vinculados a su lealtad al PRD. Al decir de los franceses, “il n’y a pas de roses sans épines”, y en Milagros Ortiz Bosch prevalece su historia de coherencia política y social.

Pero la política no es matemática. Y se equivocan los estrategas de Milagros Ortiz Bosch si en lugar de potenciar el porcentaje de reconocimiento ciudadano que le otorga la encuesta Hoy-Gallup, se limitan a tomar en las manos una calculadora para sumar implícitamente a su favor los porcentajes obtenidos por el resto de los aspirantes de la Corriente Unitaria.

Se equivocan porque nada asegura el transvase automático de simpatías de un aspirante a otro, ni en esta ni en ninguna otra circunstancia. Las preferencias electorales están determinadas cada vez más por factores subjetivos, cuando no por meros cálculos de rentabilidad. Y en un escenario ocupado por las disputas internas por la candidatura, ese transvase se hace más improbable.

¿Estarían los presidenciables de la Corriente Unitaria dispuestos a declinar sus aspiraciones a favor de cualquier otro de ellos con el propósito de que el PRD elija a quien consideren con mayor arraigo social y, en consecuencia, con mayores probabilidades de hacer un buen papel en las elecciones de 2008? No fue precisamente ese el ejemplo que dieron en 2004.

Una segunda equivocación de los estrategas sería hacer depender la fortaleza de Milagros Ortiz Bosch de la unidad sin fisuras con el resto de los unitarios, cuando esa fortaleza radica en su condición de avis rara de la política vernácula.

Hágase pues política y no matemática. Y en ese hacer política, póngase de relieve lo que a Milagros Ortiz Bosch le sobra: compromiso con el país y la democracia, capacidad ejecutiva, inteligencia, visión de futuro y una honestidad a toda prueba.

viernes, agosto 11, 2006

Como reses, a la feria

Aunque la palabra modernidad, repetida por los áulicos para definir las gestiones de Leonel Fernández, chirría a mis oídos desde hace tiempo, todavía no logro entender qué cosa ella designa en el contexto dominicano. Mas no me culpo de falta de entendimiento, de premeditada tozudez. Y no lo hago porque tengo la sospecha de que los neocortesanos son los primeros en no entender de qué cosa hablan. O de tropezar, y no ruborizarse, con su propia y supina ignorancia.

Hagamos una incursión nada pretenciosa en la sociogénesis del término (vade retro Unidad de Análisis). Digamos que el concepto modernidad describe el paso del feudalismo al capitalismo, hace ya cinco siglos, que produjo un viraje copernicano en la política, la economía, la sociedad y la cultura. Fue, al decir de entendidos, la rebelión del hombre (¿y la mujer?) ilustrado contra la tradición, incluida la religiosa. Una rebelión que entronizó el progreso, hijo de la razón, como proceso siempre inacabado, y lo convirtió en teleología; es decir, en causa final de la sociedad.

Modernidad fue también, en el pasado siglo XX, el nombre de esa etapa del capitalismo en expansión donde la técnica y la ciencia se convierten en referencias incontestables, pasando a formar parte de las llamadas “grandes narrativas”, junto a ideologías finalistas como el comunismo. Paradójicamente, es en su decurso cuando el Estado-nación, conquista de la primera modernidad, comienza a disolverse bajo los embates de la transnacionalización del capital y la cultura de los centros hegemónicos del poder mundial.

Desaparecidas las “grandes narrativas” históricas, el mundo occidental ya no es moderno, sino posmoderno. Y nada hay de más urticante para la conciencia desencantada de la posmodernidad que los mitos. Verbigracia, la personalidad carismática como eje de la historia.

Y porque esto es así, es por lo que temo que los cortesanos del presidente Fernández ni se enteren de que son, simple y llanamente, premodernos: promueven la promesa de la salvación a través de la “visión” del Presidente, como si fuera ella la única lógica en el escenario de la cultura política y social dominicana de esta primera década del siglo XXI.

En su afán desmedido de agradar, los cortesanos no paran mientes en los efectos de sus actuaciones, uno de los cuales es la reproducción de los vicios sociales que la modernidad, la verdadera, relegó al basurero de la Historia. Ignoran que en la sociedad dominicana concurren lógicas variadas y disímiles, proveyendo de sentido todo lo que acontece.

Tras observar la conducta de los áulicos podríamos concluir en que representan lo peor de la cultura autoritaria dominicana, la más abyecta sumisión al poder, esa que pare políticos dispuestos a pensar el país en nuestro lugar, sustituyendo la deliberación ciudadana por la voluntad del “líder”.

¿Modernos? No, cretinos deslumbrados por la apariencia de las cosas, incapaces de pensar su esencia. Tan incapaces que escogieron la Feria Ganadera para montar el espectáculo sobre los diez años de “modernidad” que nos ha regalado el padre benefactor Leonel Fernández, sin reparar en la carga simbólica del lugar.

Porque, la verdad, hay que ser reses para dejarse conducir bovinamente a pastar en la escenografía hollywoodense de la feria conmemorativa, para no percatarse de los hiatos de la memoria hoy gobernante. Para no saber, en definitiva, que el gobierno no tiene respuesta lógica a problemas tan cruciales para la modernidad como la ciudadanización de las personas, por sólo citar un dato relevante.

Entre todas las posibles preguntas, dictadas por la conciencia social, hay una que escuece más que otras la simple condición ciudadana: ¿Quién pagará el dinero invertido en la malhadada feria conmemorativa de la “visión” del nuevo Mesías? ¿Cuánto se ha gastado? Si recurrimos a la Ley de Libre Acceso a la Información, ¿alguien nos dará una respuesta satisfactoria? ¿O hasta ahí no llega nuestra “modernidad?

Volveremos sobre el tema.

domingo, agosto 06, 2006

Moralidad cosmética

Solo la laxitud cívica, ese cansancio que nace de la falta de fe en los destinos colectivos, pero también de la complicidad y el acomodamiento con lo existente, explica la tímida respuesta ciudadana a las fundadas denuncias de corrupción en áreas importantes del gobierno ocurridas en las últimas semanas. A lo sumo, critican algunos la inconsistencia entre el discurso público y la práctica concreta de funcionarios, incluido el presidente Leonel Fernández, que aún persisten en la hipocresía de levantar la moralidad como bandera política distintiva.

Y porque la respuesta es tímida, funcionarios y gobierno pueden escurrir el bulto, prometer explicaciones en fechas que no precisan, echar mano de argumentos para deficientes mentales o, como lo hizo José Joaquín Bidó Medina, diluir la responsabilidad de la Comisión Nacional de Ética y Combate a la Corrupción, que preside, en el amoroso y paternal consejo a los funcionarios de “actuar con cautela” a la hora de suscribir y discutir contratos a nombre del Estado. (Quizá fuera un lapsus línguae, pero entre "cautela" y "transparencia" puede haber, y de hecho la hay, una distancia abisal. Recuerde Bidó Medina que "cautela" es también “astuacia, maña, sutileza para engañar”, mientras que "transparencia" no admite interpretaciones equívocas.)

Sin el menor asomo de ironía, afirmo mi convencimiento en la intachable decencia personal y pública de Bidó Medina. Pero sus declaraciones respecto a las denuncias en cuestión, como las de Octavio Líster, jefe del Depreco, evidencian el valor de uso que tienen para el gobierno peledeísta las permanentes apelaciones a la ética y a los organismos creados para su promoción en el Estado.

La imputación no es graciosa. De haber real empeño en prevenir, perseguir y sancionar la corrupción, ya no la CNECC, especie de “buena voluntad incompetente”, para usar la definición de Lipovetsky, sino el Ministerio Público, que sí tiene facultades para ello, hubiera puesto en movimiento la acción pública contra aquellos a quienes el rumor señala como responsables de delitos de corrupción.

Pero en lugar de actuar, en las instancias encargadas de aplicar la ley Pilatos se multiplica como esporas. En el agitado y multitudinario lavado de manos, la impunidad campa por su respeto, mientras la “ética” gubernamental hace de súcubo.

sábado, julio 29, 2006

Final indecoroso

Si faltaba al PRD alguna prueba más de su necesidad perentoria de revisión, su ya ex mayoría congresual acaba de ofrecérsela, y de qué manera. Porque en la aprobación de los contratos de la isla artificial y del préstamo para obras del metro, sus legisladores demostraron no sólo una lastimosa inconsistencia para cumplir con decoro sus funciones; también burlaron al partido y le sacaron las castañas del fuego del escándalo al Gobierno, enfrentado durante las últimas semanas a la crítica pública por las “bellaquerías” de sus funcionarios.

Hágase caso omiso a la conjetura –no necesariamente infundada– sobre la generosa compensación gubernamental por el voto favorable a isla y préstamo. Es válida la suspicacia, a veces perspicacia, pero desvía el análisis a un dato no comprobado. Lo incontestable está a la vista: la autoridad del PRD, representada por Ramón Alburquerque y Orlando Jorge Mera, fue mandada a paseo. La humillación política es aún más patente porque ambos visitaron el Congreso, el mismo día de la aprobación, en inútil cruzada persuasiva (¿o disuasiva?).

La anomia perredeísta, esa falta de reglas orientadoras del comportamiento de dirigentes y miembros, está en la raíz de una decisión, la legislativa, que sirve gratuitamente a las peores causas del adversario. Porque desde el miércoles de la pasada semana, el escándalo de Bienes Nacionales y del préstamo para la Policía quedaron sepultados por la avalancha de criticas a la aprobación de los contratos de la isla y del metro. Peor aún: a los legisladores salientes del PRD les faltó incluso la inteligencia de prever que eran, a su vez, burlados por un Gobierno fariseo que ahora se lava las manos y los deja como únicos responsables del desatino.

En este contexto, resulta irrelevante la sanción a los legisladores anunciada por los máximos dirigentes avergonzados. El mal perredeísta no se expurga con aspavientos. Pese a los temores paralizantes de su cúpula, el PRD pide a gritos la urgente cirugía que extirpe su cáncer de desorientación política. Seguir posponiéndola es arriesgar al PRD a la definitiva disolución.

sábado, julio 22, 2006

Terrorismo moral

A Susi Pola, con admiración y respeto

Martín Lutero, teólogo alemán, se rebeló hace casi quinientos años contra el alejamiento de su Iglesia, la católica, de las verdades fundamentales de las Escrituras. Al propugnar la “salvación por la fe” funda, sin proponérselo, lo que la modernidad conocerá tiempo después como privacidad del individuo.

Para Lutero, el hombre no necesita mediadores en su comunicación con Dios, sino tan solo la introspección que, enfrentándolo a su conciencia y noción sobre el bien el mal, le haga digno de la gracia divina. Gracia prodigada por la misericordia y no por los merecimientos, porque el amor infinito de Dios es también bondad infinita con su criatura.

El liberalismo convertirá la noción de privacidad que deriva del luteranismo en ideal normativo, en derecho. El hombre y la mujer de la modernidad, lo señala Elena Béjar, asumen la privacidad como un espacio de soberanía individual que es, al mismo tiempo, “un límite moral frente al poder”. La moral individual pertenece al ámbito íntimo, distinto del público donde el Estado reina. Y es a este ámbito, sustraído del poder coercitivo y normativo del Estado, al que corresponden las ideas y la moral religiosas. “De ello resulta –dice Locke citado por Béjar— que un hombre no viola las libertades de ningún otro practicando un culto erróneo, ni ofende a los demás hombres por no compartir sus correctas opiniones religiosas, y puesto que su condenación no perjudica la prosperidad de los demás, la custodia de la salvación de cada hombre solo le pertenece a él”.

Dado lo anterior, y en otro contexto, no dejaría de sorprender la oposición de la llamada Red de Abogados Cristianos a la despenalización del aborto en casos de embarazos producto de violación sexual o incesto. Pero aquí todo vale, incluida la asociación con individuos que, en términos sociales, no necesariamente personales, representan la negación de los pocos logros democráticos de la sociedad dominicana.

Argumentando razones de fe religiosa, la susodicha Red echa mano de la naturaleza represora del Estado para amparar su rechazo a la despenalización del aborto cuando la preñez es consecuencia de un delito contra la mujer para el cual, sin paradojas, no menciona ni exige sanciones. Moral social y religiosa lábil que se escurre por los intersticios de la complicidad con el delincuente.

Argumentos ¿jurídicos? al margen, porque no es nuestro campo ni nos interesa, hagamos algunas reflexiones elementales sobre el discurso antiabortista de estos “cristianos”, menos convencidos para lograr sus fines en la magnanimidad de la gracia divina que en la secular represión estatal.

Siguiendo los razonamientos, pero enriqueciéndolos, del simpatiquísimo Joseph-Vincent Marques, relevemos algunas contradicciones del discurso antiabortista de la Red de Abogados Cristianos, coincidente con el de sus pares de cualquier religión y laya.

No explica –presumo que porque no puede— cómo es posible “ponerle fin a la vida de un no nacido”. Lo que no es al mismo tiempo es, pero en clave futurista. Para “explicar” esto, la Red se atrinchera, dándolo por verdad inamovible, en el argumento de que aún cigoto, en el no nacido ha sido insuflado del hálito del alma, y que eso es vida decidida, no ya por el hombre y la mujer participantes de la concepción, sino por Dios, que es suprahumano. Olvida que el concepto de “alma” (confundido malintencionadamente con el jurídico de persona) es histórico, y que la propia religión católica, aun antes de la contrarreforma luterana, discutió el tema apasionadamente (Santo Tomás, dixit). Tampoco explica cómo alguien (algo) que aún no es puede tener los mismos derechos de alguien que es.

Sin embarazos no hay abortos. Pero la cristianísima Red, en su preocupación por evitar el “crimen” contra el no nacido, obvia proponer, antes que la penalización de la interrupción del embarazo, una campaña de educación sexual que instruya al nacido y a la nacida no sólo en el conocimiento teórico del asunto, sino en los medios prácticos para ejercer la sexualidad sin que un cigoto plantee conflictos éticos ni arriesgue a la cárcel. Conclusión profana: las putas (porque son las mujeres las embarazadas) no merecen gratis la gloria del orgasmo.

Hasta donde sepamos (que no es mucho lo que sabemos) la Red de Abogados Cristianos no ha planteado alternativas al problema de los niños de y en la calle, ni a la pobreza del más del 33 por ciento de los hogares dominicanos dirigidos por madres solteras, ni a ninguno de los conflictos, presentes y futuros, de la pobreza extrema en que nacerá la mayoría de esos “cigotos-personas” que defiende. ¿Qué ha dicho la Red sobre el 15% de los niños y niñas que en el país no existen jurídicamente, y que por lo tanto no podrán nunca ser ciudadanos, es decir, personas? ¿Qué ha dicho la Red de la negación de la nacionalidad dominicana (jus solis) a los hijos de haitianos residentes en el país? Nuestro reino no es de este mundo... hasta prueba en contrario.

Con una simplicidad que ofende, la Red acusa a quienes defienden la despenalización del aborto en casos de violación e incesto, de hacer prevalecer el ¿sucio? derecho a la salud de las mujeres sobre el derecho a la vida. Cuestión relevante: los derechos a la salud reproductiva, que tantas cosas contienen (incluida propiciar la fertilidad), han sido aceptados por la mayoría de los países. En la famosa conferencia mundial sobre población celebrada en El Cairo en 1994, que sentó las bases jurídicas de estos derechos, la República Dominicana estuvo representada por personas obedientes al Opus Dei, razón por la cual fue de los pocos países en hacer causa común con El Vaticano y sus morbosos exhibidores de fetos en botellas (estuve allí, no me lo contaron).

Las contradicciones no se agotan en estas cuatro resaltadas. Son infinitas porque oponen la fuerza del Estado contra la razón de la persona (verdadera, no posible) y eso da mucha tela por dónde cortar. Sonrío, sin embargo, cuando leo los alegatos de la Red. Quiere, como dice mi gurú Fernando Savater, que los demás nos comportemos como ellos para sentirse seguros. Frente a los casi cien mil abortos que ocurren en el país cada año, cierran los ojos en un desesperado esfuerzo por conservar su espuria inocencia. Si la clandestinidad del aborto es la cuarta causa de muerte (para las mujeres pobres, no para las ricas que se codean y acuestan con ministros y pastores protestantes y cardenales y obispos y curas católicos y van a clínicas seguras), poco importa. La vida concreta de ese ser humano digno de misericordia, no vale nada. Extraña manera de amar al prójimo y defender la vida.

¿Qué se esconde tras esta dualidad moral de los cristianos de la Red? Muchas cosas, desde luego. Pero entre ellas destacan algunas fundamentales vinculadas a la condena del placer. Porque, en definitiva, la oposición a que se despenalice el aborto cuando el embarazo es consecuencia del delito de un tercero, que defiende la Coalición por un Código Penal Moderno y Consensuado, enmascara el miedo preventivo de los moralistas al disfrute del cuerpo. A ese acto que, como la gracia divina exaltada por Lutero, nos revela que el placer no exige paga por disfrutarlo, salvo la de buscarlo con la exultación de quien descubre lo maravilloso.

De la posición sobre el mismo tema fijada por la Conferencia del Episcopado Dominicano, no hablamos. Aunque sea argumento ad hóminen, tan desagradable al convencimiento ciudadano democrático, hay que decir que los curas pedófilos, y en los casos de escándalo, en su gran mayoría han elegido niños, no niñas, para sus perversas prácticas. Y a un niño el pedófilo le desgracia la vida, sobre todo la sexual, pero no lo embaraza. Amén.

jueves, julio 20, 2006

¡Con la' maaano' arriba!

Y ¡con la’ maaano’ arriba, haga una bulla! Mientras más potente, más persuasiva será de la calidad de sus dones y sus dotes: nadie podrá discutirle que, en su solitaria individualidad bulliciosa, es epítome de la identidad dominicana.

Aunque parezca un títere movido por un titiritero errático, no olvide contonearse tumultuosa, arrolladoramente. Sus habilidades pélvicas, tan sugerentes y promisorias, forman también parte esencial de su dominicanidad, de su cultura. Exhíbalas con orgullo, confíe en que habrá siempre un culturólogo dispuesto a teorizar a favor de ese rasgo definitorio que nos salva de la alienación prehispánica y eurocéntrica. La etnicidad es el Paraíso reencontrado, no lo olvide.

Huérfana de mejor útero, la dominicanidad incuba en la algarabía incesante. Diarrea decibélica que reseca aún más la esmirriada fuente neuronal de la sociedad pero que, paradójicamente, hace a sus miembros sentirse poderosos, imbatibles en la lucha contra el encuentro con el yo reflexivo. Somos bantúes, no galos, se dice con irreprimible gozo.

También somos mayoritariamente, y por definición antropológica, una sociedad de machos de pelo en pecho. Las excepciones no abundan. Los conductores de yipetas último modelo que alardean del vehículo “cepillando” el asfalto y el “muchacho del delivery” que invierte la función del mofler de su motocicleta, son ejemplos de la desquiciada noción que de sí mismo tiene el dominicano.

El ruido parece tener calidades afrodisíacas para nuestro famélico ego. Sin exceptuar espacio alguno, el ruido es el cordón umbilical que nos une a una pervertida idea de la dominicanidad y es, al mismo tiempo, lazo solidario entre iguales y desiguales: cada uno acepta en el otro al ruidoso que él mismo es. En el ruido residen nuestro ser y poder.

Por eso cultivamos el bullicio con particular esmero y hacemos estremecer todos los ámbitos de la vida pública y privada. En las calles, es la llamada de atención desesperada sobre nuestra torturante insignificancia, parapeto de nuestros miedos más íntimos de pasar desapercibidos cuando sólo la mirada del otro nos corporeiza y nos confirma en las cualidades que deseamos tener. En la vida privada, el ruido es el foso que nos separa de la temida alteridad y sus inevitables cuestionamientos éticos y sus ejercicios de tolerancia. Gritamos para no oírnos y para no oír a los otros. Para no hablar, porque huimos como el Diablo a la cruz del compromiso que puede derivar de las palabras dichas para ser escuchadas.

Esto no impide, repito, que el ruidoso se sienta poderoso. Infantil falacia porque, en definitiva, el poder que cree tener no es más que una impostura, una mascarada personal y social. Es el patético exhibicionismo del débil.

El jolgorio permanente en que se han convertido nuestras vidas impide que veamos más allá de nuestras narices. El horizonte cultural e intelectual del dominicano se reduce al disfrute del alboroto, al éxtasis de la gritería. Nadie en el país, o casi nadie, se definiría a si mismo con otras cualidades que no sean “alegre”, “buen tercio”, “divertido”.

Como si fuera poco, el ruido también ha sido asumido, con vocación de engaño y como calidad intrínseca, por las actividades reputadas inteligentes. Hay ruido en la política y sus espectáculos. Hay ruido fragoroso en los medios de comunicación que, en su despliegue pantomímico, meten a diario gato por liebre a los lectores y escuchas. Hay ruido producido por los “agentes económicos” para evitar que alguien perciba el estrépito de sus espurios manejos. Hay ruido, en fin, impregnando el espacio todo de la vida dominicana.


(Publicado inicialmente en la desaparecida revista Digo, y rescatado para mi bitácora, con pequeños retoques, tras una noche de insomnio amenizada por un merengue, repetido hasta la náusea, contra el cual no valió cerrar puertas y ventanas.)

sábado, julio 15, 2006

Policías en acción

Tres y once minutos de la madrugada del viernes 14 de julio frente al restaurante Tony’s Roma, en la avenida Sarasota. La puerta derecha trasera del patrullero policial está abierta. Nadie sale para comprobar si en la desolada calle, habitada de penumbras, o en el cerrado negocio, algo requiere la intervención bienhechora de los garantes del orden. Tampoco nadie baja para estirar las piernas entumecidas por horas de inactividad. Otros son los motivos de la espera.

En el silencio de la noche, su taconeo resuena con fuerza. Ella, la prostituida de falda mínima y pelo al aire, camina, ya sin prisa, hacia el vehículo policial y se acomoda en el espacio que le han dejado libre. ¿Cobrará por sus servicios o pagará peaje para que los policías le permitan merodear por las inmediaciones del Hotel Embajador en busca de turistas? ¿Quién recibirá el pago, el comandante o todos? ¿Paga la prostituida en deleitosa y húmeda especie o en moneda contante y sonante? ¿Chantajistas o proxenetas? ¿Ambas cosas? Delincuentes, en cualquier caso.

Mientras el patrullero emprende la marcha con la nueva ocupante hacia quién sabe dónde, la ciudad se revuelve en su cama, temerosa de la bala que detone y del puñal que rasgue la carne con un corte preciso. Temerosa del ladrón que entre a la casa a jugarse la suerte a cara o cruz porque, en definitiva, la vida no vale nada, ni la suya ni la ajena. Temerosa del asaltante que sorprenda a los irreflexivos noctámbulos.

Cuando el Gobierno programa reuniones para decidir políticas contra la delincuencia, también vale preguntar si, por azar, alguien abordará en la cita de este lunes entre el Presidente y sus funcionarios responsables de la seguridad, qué hacer con la Policía y cómo y cuándo y para siempre. O si, delicuescente como se sospecha que es, el discurso oficial se disolverá en las lágrimas de la ciudadanía impotente.

miércoles, julio 12, 2006

La confusión del PRD


Inhabilitado para la autocrítica, el Partido Revolucionario Dominicano confunde realidad con prodigio. De ahí que haya preferido la taumaturgia de fijar convención y elección de candidato cuando aún no curan las heridas de la derrota, a preguntarse por qué la sociedad le ha dado la espalda.

Real o simuladamente entusiasmados, abundan desde ya los convencidos de que la definición sin pausa de una estrategia “moderna” de campaña obrará el milagro de recuperar las primacías perimidas. Nada se dice de articular propuestas plausibles que convenzan racionalmente a la sociedad de que el actual camino no es el mejor de todos. Confirmación, qué duda cabe, de que el PRD ha dejado de entenderse con un país complejo, donde las antiguas lealtades han cedido paso a otra manera de contemplar la política y a los políticos. No digo que deseable, pero sí distinta.

Cuando el esfuerzo debería estar dirigido a repensarse como opción sociopolítica, a librarse del lastre de una dirección ideológica y culturalmente anquilosada, jurásica, el PRD elige echar agua al vino, no ya de sus discordias internas sino de sus graves limitaciones sociales. Carente de perspectiva clara, y al parecer sin voluntad para establecerla, aspira patéticamente a “modernizarse” acudiendo al supermercado de las imaginerías mercadológicas. Por lo que se oye y lee en estos días, el conejo del favor ciudadano saldrá en 2008 del sombrero de empresas encuestadoras y asesores de “prestigio”.

En buena medida, la ignara —porque lo es— seducción de muchos en el PRD por la política como espectáculo, es la reverencia vergonzante al modo de actuar de un grupo, el peledeísta, preso de sus propias confusiones. Sólo que, en este campo palabrero y light, el PLD lleva al PRD siderales ventajas. Y aunque no lo parezca, mayo de 2008 está mortalmente cerca.



viernes, julio 07, 2006

Derecho a la información


El repertorio descalificador dominicano es prolijo en palabras y frases rotundas e inapelables, de esas que dejan sin respiración a quien las recibe. Palabras y frases proferidas con desprecio por el otro y su inteligencia y desde una pretendida superioridad que marca territorio.

Ejemplos cotidianos sobran. Ahí está, para no ir más lejos, la imputación de miopía, mala fe e ignorancia a quienes intentan sacar cuenta de los gastos incurridos por la Presidencia en los multitudinarios –y a veces tumultuosos– viajes al extranjero que realiza Leonel Fernández. La diatriba es aderezada con “alegatos” cuya premisa es la anemia neuronal del dominicano: incapaces de producir riqueza alguna, necesitamos un padre tutelar que peregrine por los centros de poder en busca de la inversión que supla lo que nosotros, sus malhadados hijos e hijas, somos incapaces de procurarnos con el esfuerzo propio. Mendicidad trendy a la que no faltan áulicos.

Sucede, sin embargo, que el malintencionado, miope e ignorante podría ser quien imputa y no el imputado. Malintencionado el imputador porque busca sustituir la respuesta razonable con la ofensa; miope, porque no alcanza a ver el espíritu democratizador de la Ley General de Libre Acceso a la Información Pública, promulgada el 28 de julio de 2004; ignorante porque desconoce el principio básico de que la información pública pertenece a los ciudadanos y ciudadanas en calidad de derecho y que su abundancia crea transparencia administrativa.

Quizá no sea aún evitable que los funcionarios secuestren información. Pero sepamos que delinquen contra el Artículo 1 de la aludida Ley que obliga a todos los órganos del Estado a ofrecerla de manera “completa, veraz, adecuada y oportuna” a quien la solicite. Violar este artículo, y regalamos el dato a los censores, arriesga a penas de prisión y a la inhabilitación por cinco años para el ejercicio de funciones públicas. Ergo, una ciudadanía activa y celosa de sus prerrogativas pone a la ignorancia supina en riesgo considerable de perder libertad y empleo.

Si el Presidente y su entusiasta, abultado y permanente séquito gastan menos en sus viajes que lo recibido por el país en inversión o donación extranjera, no es circunstancia en discusión y no vale como contraargumento. Lo relevante es saber cómo emplean las autoridades el dinero público. Y si vale la pena que funcionarios monolingües y sin capacidad de sonrojo, sigan agregando fotos a sus álbumes turísticos a costa nuestra.



miércoles, julio 05, 2006

Aquí estoy

No he podido evitarlo. Dos años sin escribir es demasiado tiempo. Aquí estoy, ya no para quienes ojeando el periódico se detuvieran, por curiosidad o interés, en mi columna, sino para los más cercanos; aquellos para quienes mi escritura era parte esencial de nuestra amistad.
Tengo ganas de escribir, ahora desde un espacio propio, con la única cortapisa de mis insuperadas limitaciones. Pero esas, amigos y amigas, ustedes las conocen. Las hemos discutido muchas veces. Que no las haya enmendado es mi entera responsabilidad. Cuento con seguir beneficiándome de la espontánea indulgencia que me han prodigado siempre.
Por qué quiero escribir otra vez después de este prolongado silencio nada tiene que ver con la nostalgia de una profesión que ejercí durante casi toda mi vida adulta. Lo que me impulsa es la grisura de esta sociedad que condesciende a cualquier cosa porque le aterra ejercer la libertad de la crítica. Cuando pensé en utilizar este recurso, barajé nombres antes que contenidos. Me sentí rabiosamente tentada por Espongiforme. Así veo el cerebro del país: esponjoso. Me decido por Espacio propio. Es más humilde pero también más revelador de su intencionalidad catártica.
Trataré de que el entusiasmo que anima el surgimiento de esta bitácora no muera de inanición: la alimentaré con frecuencia; temas sobran.
Hasta aquí la explicación. Mañana será otro día.